Durante años, Israel ha sufrido, por una parte, el ataque de misiles  lanzados desde la Franja de Gaza y, por otra, las críticas de la prensa y  el espectro político español por la “desproporción” de sus respuestas  ante unas armas calificadas de “artesanales”. Efectivamente, a los  cohetes Kassam no los fabrica ninguna empresa europea o americana, sino  los propios ingenieros de Hamás (muchos de ellos formados en  universidades financiadas por Israel) con materiales en principio no  destinados a ese fin, como tuberías metálicas de agua y desagües. Esas  piezas son a las que Israel impone su bloqueo (por supuesto, no a las  mismas realizadas con materiales plásticos que cumplen la misma función,  pero no sirven como lanzaderas). Obviamente, esta fabricación no  industrializada se paga con una terrible falta de precisión. Eso es lo de menos: su objetivo no es  alcanzar el objetivo, sino causar terror.
 Esta semana el corazón de la Europa más civilizada está viviendo  momentos igual de angustiosos ante este terrorismo “artesanal”. En  Londres un par de islamistas recién conversos ni siquiera se ha tomado  la molestia de esconderse o procurarse armas sofisticadas. Les bastó con  salir a la calle con unos cuchillos de cocina y degollar a un soldado  que pasaba para que el Primer Ministro Cameron tenga que abandonar su  agenda internacional y reunir a su gabinete de emergencia. Poco más al  norte, el paraíso escandinavo se derrite ante el atropello de aquellos a  los que han dado refugio: los judíos emigran en masa de Noruega por la  desprotección de las autoridades ante el terror antisemita, en Suecia se  suceden los disturbios callejeros de los emigrantes descontentos por  los recortes y por no ser los dueños del país, mientras en Dinamarca no entienden qué les está pasando con lo  permisivos que han sido siempre con los islamistas.
 En Israel esta situación se dio hace años, se llamó Intifada y el  mundo acusó de la revuelta a quien recibía las piedras en lugar de a  quien las arrojaba, aduciendo nuevamente el principio de desproporción  según el cual quien esté mejor preparado para defenderse debería dejarse  asesinar. Afortunadamente, nuestro viejo y sabio Maimónides ya hace  tiempo que nos convenció de no hacerlo, como lo sufrieron los judíos  europeos en tiempos de las Cruzadas.
 Convendría que Europa (¿y EE.UU.?) también tomara nota de lo que está  pasando y eligiera (como tuvo que hacer Israel) entre una mala imagen  en prensa y el suicidio colectivo. Lo que está claro es que el  terrorismo “artesanal”, el que se fabrica en un piso cualquiera  siguiendo las instrucciones de Internet como los asesinos de Boston o  comprando un hacha en la ferretería de la esquina, resulta tanto o más  poderoso que todas las armas sofisticadas de los gobiernos.
 Alguien lo dijo ya: el objetivo del terror no es otro que el terror  mismo. Si quien debe tomar la decisión de usar todos los mecanismos  defensivos a su alcance piensa más en las próximas elecciones que en la  seguridad de quienes debe proteger, o si titubea a la hora de aplicar  las leyes dispuestas para tiempos excepcionales como los que vivimos y  que amenazan la existencia física o la esencia misma de una comunidad o  nación, estamos perdidos. Y debe hacerlo aunque le acusen injustamente  de “desproporción”, “apartheid” o lo sometan a BSD (Boicot, Sanciones y  Desinversión) y algunos intelectuales y gente “glamourosa” los abuchee.
 Siempre será mejor que perder la vida y la propia identidad.
Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad, que facilita aquí la programación semanal completa
